lunes, 12 de octubre de 2009

Todo menos bonito (Juan Cruz)

JUAN CRUZ OPINIÓN
Todo menos bonito
JUAN CRUZ 11/10/2009
La tendencia que el presidente valenciano, Francisco Camps, tiene a utilizar el devaluado calificativo bonito para referirse no sólo a sus relaciones, sino al cariño que le tienen en el PP, sería un bonito objeto de estudio sobre su personalidad.
Los que le conocen y le quieren dicen que sus modos, los que ahora le hacen recurrir a ese adjetivo realmente intransitivo, han cambiado mucho. Tanto que ha puesto en riesgo su mayor ambición, ser presidente del Gobierno, o al menos disputarle a Rajoy esa oportunidad, por unos regalos bonitos y por una relación bonita que le han conducido a un escándalo del que se puede decir todo menos bonito.
Pero vayamos a bonito, el adjetivo. Pregunté a algunos académicos y me dieron algunas claves sobre su utilización tan desmejorada. Ahora que se puede decir de otra manera, bonito ha sido sustituido por otros adjetivos que han dejado ése en el lado del lenguaje cursi u opaco.
Así, por ejemplo, la gente (mal hablada, desde luego) prefiere decir de un tipo que es cojonudo; si de alguien dijeras que es bonito será porque es un niño, un niño bonito, al menos. Pero si dices del Bigotes, pongo por caso, que es bonito, probablemente el propio Bigotes te diría que prefiere, en fin, lo que su gente le decía: que es un tío cojonudo. ¿Un tío bonito? Todo menos bonito, diría ahora hasta su amiguito del alma.
¿Y qué le ha sucedido a Camps? ¿Por qué se abrazó a ese adjetivo para decir cómo era su amistad con El Bigotes? ¿Por qué dijo, cuando le preguntaron cómo se llevaba ahora con el partido, "nos apoyamos todos y eso es muy bonito"? ¿Por qué? Bonito es un adjetivo de cosa, por así decirlo; tú dices que es bonito un coche (por cierto, es muy bonito el coche Infinity de Costa), y es bonito un traje; tú no dices de un traje que es cojonudo. Los regalos, sobre todo, son bonitos. Entre todos los adjetivos que le van a un regalo, bonito es el menos arriesgado. Tú no dices de un regalo: "Es monumental", aunque te regalen un monumento, pero de un traje sí lo puedes decir. "Este traje es muy bonito, muchas gracias".
Acaso porque en aquella conversación del Bigotes con Camps y con la esposa de éste se hablaba de regalos, al presidente valenciano se le escapó por primera vez ese adjetivo que luego ha usado como un talismán, también cuando se le oscurecían los tiempos. Le dijeron: "Fraga está preocupado". Y él dijo: "Qué va, está feliz". Y argumentó: "Nos apoyamos todos y eso es muy bonito". Bonito: es una forma freudiana de denominar lo que no te ha costado nada.
En fin. Si lo bonito es lo que pasa en el PP después de Gürtel, que venga Dios y le regale a Camps otro adjetivo; cualquier adjetivo, menos bonito.

Los rostros de la miseria sanitaria

Los rostros de la miseria sanitaria
Médicos voluntarios abren en EE UU clínicas móviles para atender a los pobres

DAVID ALANDETE - Grundy - 11/10/2009

Un millar de personas espera bajo el frío rocío de las montañas, llegados desde muy distintos rincones de la América más pobre. Algunos han conducido durante horas y han dormido en sus coches. Están enfermos. Muchos no acuden al médico desde hace años. Carecen de seguro en un país sin sistema de salud público, una condena que comparten con otros 50 millones de ciudadanos. Son las víctimas colaterales de la ley de la oferta y la demanda, aplicada a la sanidad.

Son las tres de la madrugada del sábado, tres de octubre. Los voluntarios de la organización Remote Area Medical (RAM) dan turnos para la clínica móvil gratuita que han instalado en el instituto de Grundy, en la cordillera de los Apalaches, uno de los lugares más pobres del país. Esta es una ciudad fantasma apartada del sueño americano, aletargada durante décadas en el seno de una industria, la del carbón, que muere lentamente.

En este pueblo de 1.000 habitantes casi no quedan comercios. Los de su única calle cerraron hace años, escaparates rotos de lo que la que fue próspera comunidad minera. Las procesadoras de carbón languidecen oxidadas, en laderas perdidas. No hay trabajo. El paro ronda el 9%, los ingresos son magros y muy pocos disponen de seguro médico.

La ansiedad típica de los pasillos de hospital planea sobre la gente que espera en el aparcamiento. "¿Qué voy a hacer si me dicen que tengo algo grave? No tengo seguro", se queja una mujer, cigarrillo en boca, antes de rechazar identificarse o responder a más preguntas.

Deborah Wojeiechowicz, camarera de 38 años, sabe muy bien a dónde lleva ese callejón sin salida. Sufre de piedras en el riñón. No puede respirar bien. Necesita dientes nuevos. Y vive al día, de los 600 dólares (400 euros) mensuales que le da su empleo. Dice no cumplir los requisitos para obtener el seguro público para gente pobre del Gobierno. Madre de tres hijos, sólo va al médico en caso de emergencia.

Gracias a una ley de 1986, los hospitales no pueden rechazar a pacientes que acudan a urgencias, aunque carezcan de seguro. De ese modo ha nacido un sistema sanitario en la sombra, en el que los pobres acuden al hospital sólo en casos de extremo dolor. Sus facturas impagadas se acumulan. Por un puñado de visitas por sus piedras en el riñón, Deborah debe 17.000 euros. No las pagará. El hospital lo sabe y aún así la llevará a juicio. Llega el doctor Joseph Smiddy, radiografía en mano. "No hay nada extremadamente preocupante. Cuídese, deje de fumar, vuelva el año que viene". En este día, el doctor ha dado muchas malas noticias. "Enfisemas. Fibrosis. Ha habido incluso un caso de tuberculosis que hemos tenido que aislar", explica.

Este neumólogo sabe como pocos lo injusto que es el sistema sanitario norteamericano. Trata de forma gratuita a quien se lo pide y se puede permitir un viaje hasta Kingsport, en Tennessee, donde tiene su consulta. Pero incluso eso le sabe a poco. Ha montado un cuarto de revelado de radiografías, sellado a la luz, en una camioneta, y acude con él allá adonde se le necesita, sin cobrar. "Es duro decirle a alguien que puede sufrir cáncer", comenta.

Smiddy, con su abnegado altruismo, es una nota al margen en un cruel sistema sanitario que cuesta más de un billón y medio de euros. Como él, cientos de voluntarios acuden a la llamada de san Stan Brock, un hombre de 72 años que ofrece mucho más que esperanza. Desde 1982 lleva a su organización, RAM, a lugares donde era imposible encontrar médicos. Comenzó a operar en el Amazonas. En los noventa, sin embargo, decidió hacer un par de expediciones a Tennessee, en EE UU, donde había una carencia total de doctores. Se quedó. Desde entonces ha montado unas 600 clínicas temporales. En los Apalaches se le venera. Los pacientes le piden autógrafos. Salva vidas.

Desde este año, su clínica llega a grandes ciudades. "En agosto tuvimos que ir a Los Ángeles. Atendimos a unos 6.000 pacientes", dice. Nueva York, Washington y Miami son sus próximas paradas.

Brock mantiene la calma ante dramas personales que a otros les harían llorar. Pero hay algo que le enerva. "En este país existe una norma ilógica que impide a médicos de un Estado prestar servicio gratuito en otro. Por esa medida, siempre vamos cortos de médicos. Sólo hay una excepción: Tennessee, donde cambiaron las leyes después de que yo insistiera mucho". Hasta la caridad es una cláusula más en el gran contrato feroz que es la sanidad en EE UU.

El excremento del diablo (Moisés Naím)

MOISÉS NAÍM
El excremento del Diablo

MOISÉS NAÍM 11/10/2009

El petróleo empobrece. Los diamantes, el gas y el cobre también. Los países pobres que cuentan con abundantes recursos naturales suelen ser subdesarrollados. Esto ocurre no a pesar de sus riquezas naturales, sino debido a ellas. ¿Cómo puede ser que la riqueza natural de un país perpetúe la pobreza de la mayoría de sus habitantes? Debido a un fenómeno conocido como "la maldición de los recursos naturales".

Hay países que logran conjurar esta maldición. Noruega o Estados Unidos, por ejemplo, son a la vez petroleros y desarrollados. Pero son excepciones que no sólo confirman la regla, sino que también ilustran los antídotos contra esta maldición: democracia e instituciones que limitan la concentración del poder. Además, para neutralizar la maldición también es necesario mantener la estabilidad económica, controlar el gasto público, ahorrar para los años de vacas flacas, diversificar la economía, impedir la concentración del ingreso y evitar que la moneda del país sea demasiado costosa comparada con las de otras naciones. Los países exportadores de recursos naturales que no adoptan estas medidas empobrecen y maltratan a la gran mayoría de su población. La tragedia es que pocos logran evitar estos nocivos efectos. ¿Por qué?

La maldición de los recursos es como una enfermedad adictiva: le quita a la víctima la voluntad de curarse. Los grupos más poderosos de estas sociedades no tienen muchos incentivos para luchar contra los efectos perversos de la excesiva dependencia de los recursos naturales. Los efectos son perversos para el resto de la población, no para las élites. Éstas, por el contrario, se benefician de la situación.

El venezolano Juan Pablo Pérez Alfonzo, uno de los fundadores de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), fue el primero en llamar la atención sobre esto. El petróleo, dijo, no es oro negro; es el excremento del diablo. La intuición de Pérez Alfonzo ha sido rigurosamente confirmada. Desde 1975, por ejemplo, las economías de los países ricos en recursos naturales han crecido menos que las de los países que no exportan principalmente materias primas.

Peor aún, en los países afectados por la maldición, los beneficios del crecimiento económico se concentran en pequeños grupos políticos, militares y empresariales. Además, su moneda se encarece con respecto a las de otras naciones, lo cual frena las exportaciones de todo lo que no sea el recurso natural que tienen en abundancia. Esto, a su vez, inhibe la diversificación de la economía y condena a los países a depender cada vez más de las exportaciones de su principal materia prima. En el caso del petróleo, el crecimiento que este genera no crea puestos de trabajo en proporción a su peso en la economía. Así, en los países cuya principal exportación es el petróleo, esa industria genera más del 80% de los ingresos totales, pero tan sólo el 10% del empleo. Inevitablemente, esto aumenta la desigualdad económica.

Dado que los gobiernos de los países exportadores de materias primas no dependen de los impuestos de su población para financiarse, sus líderes pueden darse el lujo de ignorar las exigencias y necesidades de sus ciudadanos. Éstos, a su vez, desarrollan relaciones tenues y parasitarias con el Estado. Además, cuando mucho dinero público es controlado por pocos individuos que no rinden cuentas al resto de la sociedad, la corrupción es inevitable. Las similitudes de países tan diferentes como Rusia, Irán o Venezuela no son una casualidad. Son el resultado de la maldición.

Es muy difícil sacar del poder a gobiernos ricos en petróleo que, además, tienen la posibilidad de usar sus vastos recursos financieros para comprar o reprimir a sus opositores. Las estadísticas demuestran que es mucho menos probable que un país petrolero autoritario se transforme en una democracia de lo que resulta para una dictadura que no cuenta con abundantes recursos naturales. Las estadísticas también confirman que, en todas partes, las autocracias petroleras gastan más en armas y ejércitos y son más propensas a tener conflictos armados.

Esto no quiere decir que los países pobres con abundantes recursos naturales estén condenados al subdesarrollo. Chile y Botsuana son extraordinarios ejemplos de países menos desarrollados que a pesar de ser exportadores de materias primas han escapado de la maldición. Sus experiencias confirman cuáles son las vacunas que protegen a un país contra sus efectos. Pero ¿por qué estos países estuvieron dispuestos a vacunarse y otros no? Nadie sabe. A quien encuentre la respuesta a esta pregunta habría que darle el premio Nobel. No el de Economía. El de la Paz.

domingo, 11 de octubre de 2009

Y los robos presentes de Javier Marías

JAVIER MARÍAS LA ZONA FANTASMA

Y los robos presentes

JAVIER MARÍAS 11/10/2009
No puedo jurar, así pues, que en mi juventud no habría caído en la tentación de robar con el ordenador, de haber existido éstos entonces. Yo ni siquiera tengo uno, pero lo cierto es que conozco a numerosas personas esencialmente honradas que se descargan sin ningún problema de conciencia cuanto les apetece ver, oír, y de aquí a poco leer. Que no se dé tal problema de conciencia –sabiéndose que no sólo se hurta a la “industria cultural”, a menudo abusiva, sino también a los creadores, a diferencia de lo que ocurría con los robos artesanales del pasado de que hablé hace una semana– se debe sobre todo a dos creencias disparatadas, desvergonzadas y nuevas, a saber: que “la cultura es de todos” y que “debe ser gratuita”. A arraigarlas han contribuido más que nadie los demagógicos Gobiernos actuales, con los españoles a la cabeza (nuestro país es, tras China, el segundo del mundo en número de descargas ilegales): Aznar y Zapatero han contraído una monstruosa deuda con los artistas en general. La práctica de bajarse lo que a uno le plazca, sin peligro, sin coste las más de las veces, está ya tan arraigada, en efecto, que difícilmente tiene vuelta atrás. No es sólo que los Gobiernos no hagan nada para proteger la propiedad intelectual, o que, si toman tímidas medidas (como en Francia), los jueces se las echen abajo. Es que si a estas alturas lo intentaran –castigaran con fuertes multas las descargas, por ejemplo, no digamos el almacenamiento en los discos duros–, habría una rebelión. Ya muchos internautas se ponen como fieras en cuanto se habla de regular o controlar un poco ese no-mercado. Se ha permitido que la gente se acostumbre a lo que no lo estuvo ninguna generación anterior: a disfrutar de los productos culturales sin soltar un céntimo, a apropiárselos con impunidad y a que además esa gente crea, incomprensiblemente, que tiene “derecho” a ello. Es seguro que ya no se va a desacostumbrar.
Por tanto no veo solución al problema, que nuestros irresponsables Gobiernos han dejado madurar hasta la pudrición. Pero sí preveo lo que, puestas así las cosas, puede pasar. Quienes hacemos obras artísticas, buenas o malas (escritores, músicos, cineastas), ya hemos estado discriminados siempre respecto al resto de la sociedad: lo que creamos o inventamos, lo que es más nuestro que cualquier bien adquirido por cualquiera, tiene fecha de caducidad y pasará a ser del dominio público un día, a diferencia de lo que ocurre con las propiedades de todos los demás: la gente lega sus casas, tierras, fortunas, negocios, de generación en generación. A nosotros, en cambio, se nos impone un límite –un extraño castigo–, sin recibir en vida por ello ninguna compensación. Ahora se pretende que ni siquiera cobremos, mientras estamos aún en el mundo, de muchos espectadores o lectores que disfrutan de nuestras obras nada más aparecer éstas. Pero no vivimos del aire: como todo vecino, pagamos un alquiler, la comida, el calzado y la ropa, el transporte y todo lo que los internautas abonan sin rechistar y sin considerar que tienen “derecho” a ello gratis. La mayoría empezamos a escribir o a componer por lo que antes se llamaba “vocación”, sí, pero no vamos a seguir haciéndolo tan sólo por vanidad. Hay internautas que preguntan a los creadores damnificados por sus hurtos: “Pero, ¿no te halaga que centenares de millares de personas quieran ver tu película u oír tu canción y que por eso se las descarguen?” Es como preguntarle a un jamonero si no lo halaga que las masas le sustraigan sus jamones de bellota, de tan ricos que están. Lo más probable es que, a la larga si no a la media, ese gran jamonero cerrara el negocio y ya no hubiera jamón.
Esto es lo que seguramente va a pasar con la cultura y el arte. Dejarán de hacerse. Llegará un día en que ya no habrá más canciones ni películas ni series de televisión ni novelas nuevas, porque a ninguno nos compensará dedicar el larguísimo tiempo y el enorme esfuerzo que supone crearlas para recibir muy poco a cambio. Los internautas no van a variar ya sus costumbres, bien está; pero conviene que sepan que son como los cazadores insaciables que extinguen una especie o como las empresas sin escrúpulos que deforestan y emiten CO2 sin cesar, y amenazan los recursos de la tierra. Poco a poco condenan a muerte lo que tanto aman, la cultura y las artes, sobre todo las independientes. Tal vez la única solución sea que los Estados asuman su irresponsabilidad y acaben por financiarlas, y ofrezcan al pueblo gratis lo que éste ya se toma del sector privado, que también desaparecerá. Pero, ¿qué clase de cultura será la que dependa de los políticos? Ellos decidirán quiénes la hacen y quiénes no, y también sus contenidos, más pronto o más tarde. Un modelo soviético, o en el mejor de los casos mexicano. Un modelo dirigido, burocrático, politizado, funcionarial, en el que se premiará a los dóciles y a los amigos del Gobierno de turno, los únicos facultados para escribir libros y hacer cine o televisión. Dudo que los internautas deseen bajarse mucho de semejante producción. Nadie les va a alterar ya sus costumbres adquiridas y consentidas, pero no está de más que sepan hacia dónde nos llevan, más que nada para que luego no se les ocurra quejarse ni protestar.