domingo, 7 de junio de 2009

Por qué casi nadie es de fiar (Javier Marías)

JAVIER MARÍAS LA ZONA FANTASMA
Por qué casi nadie es de fiar

JAVIER MARÍAS 07/06/2009

Si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, es probable que conozcan a poca gente que no anteponga algo más bien impersonal y abstracto a sus relaciones con las personas. Hay una frase que se repite con naturalidad en todos los ámbitos y que no sólo es aceptada, sino que por lo general “queda muy bien” y suscita admiración. Quien la pronuncia suele recibir aplausos y es visto como ejemplo de entrega, de abnegación, de altruismo y hasta de lealtad. Con sus obligadas variantes, se puede escuchar lo mismo en boca de un futbolista que de un político que de un guerrillero, no digamos ya en las de un nacionalista o un clérigo de cualquier religión, que cifran en ella su razón de ser. Yo la encuentro, sin embargo, una frase inquietante si no aberrante, que me lleva a desconfiar inmediatamente de todo el que la haga suya bajo cualquiera de sus infinitas formas. La frase en cuestión viene a decir que algo casi siempre inexistente –o cuando menos inaprensible, o intangible, o amorfo, o invisible– “está por encima” de todo lo demás, y desde luego de las personas: Dios o la Iglesia, España o Cataluña o Euskal Herría, la empresa, el partido, la ideología, el Estado, la revolución, el comunismo, el fascismo, el sistema capitalista, la justicia, la ley, la lengua, esta o aquella institución, este colegio, este periódico, este banco, la Corona, la República, el Ejército, el nombre de cualquier cosa, la cadena tal o cual de televisión, una marca, el Barcelona o el Real Madrid, la familia, mis principios, mi pueblo. Desde lo más ampuloso hasta lo más baladí, todo puede “estar por encima” de las personas y no hay ningún inconveniente en sacrificar o traicionar a éstas en aras de lo que para cada cual sea “sagrado” o “la causa”, ya se trate de ideales, entelequias o quimeras; de imaginarios incorpóreos las más de las veces.

No hay apenas diferencia entre lo que gritan los suicidas islamistas en el momento de inmolarse (“Alá es el más grande”, si no me equivoco) y el primer mandamiento de los cristianos (“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, tal como yo lo estudié). El resto son variantes o copias de esta absolutista afirmación, aplicadas a lo que se le ocurra al cenutrio de turno, desde el “Todo por la patria” que ignoro si todavía corona en España los portales de los cuarteles hasta la “Revolución Socialista Bolivariana” o como quiera que llame Hugo Chávez a su proyecto totalitario en Venezuela, pasando por “el ancestral pueblo vasco”, el Rule Britannia, el Deutschland über alles, “la gran patria rusa”, o bien Hacienda, The Times o Le Monde, el Manchester United o la Juventus, la monarquía, la Constitución, la BBC o la RAI o TVE, el Papado o la revolución cultural, por supuesto “el pueblo soberano” y el nombre de cualquier empresa multinacional o local.

La frase en cuestión es a menudo rematada por otra similar, pero aún más explícita: “Las personas pasan, las instituciones permanecen”, como si estas últimas no fueran, desde la Iglesia hasta el Athletic de Bilbao, obra e invención de las personas, y en realidad no estuvieran al servicio de ellas, sino al revés. Lo cierto es que a lo largo de demasiados siglos se ha logrado hacer creer eso a la gente, que todos estamos al servicio de cualquier intangible y que somos prescindibles en aras de su perpetuidad. No es, así, tan extraño que esas afirmaciones categóricas y vacuas gocen de tan magnífica reputación, ni que quien deja de suscribirlas sea tenido por un apestado. ¿Cómo, que no está usted dispuesto a sacrificarse por la empresa, Fulánez? ¿Un soldado que no se apresta a morir por su país en toda ocasión? ¿Un revolucionario que no delata a sus vecinos? ¿Un fiel que pone reparos a hacerse saltar por los aires si con ello mata a tres infieles? ¿Un creyente que no abraza el martirio antes que abjurar de su fe? ¿Un futbolista que no rechaza una jugosa oferta económica para seguir con el club que lo forjó? He ahí ejemplos de un egoísta, un cobarde, un desafecto, un traidor, un apóstata, un pesetero. El que no pone algo por encima de sí mismo, de las personas y de sus afectos sólo se hace acreedor al insulto y al desprecio.

Y sin embargo … Yo me siento mucho más seguro y tranquilo en la compañía de quienes carecen de toda lealtad “superior”, de quienes nunca anteponen ninguna abstracción al aprecio por sus allegados, de quienes sólo se volverán contra mí por mis actos y no por ningún dogma ni creencia ni ideal. Es más, son esas las únicas personas en las que confío, y en cambio nunca podría hacerlo en un religioso ni en un político ni en un militar ni en un nacionalista, tal vez ni siquiera en un creyente ni en un militante ni en un patriota oficial, porque sé que cualquiera de ellos estaría presto a traicionarme o a sacrificarme. Llegado el caso, serían vasallos de lo que hubieran colocado “por encima”, e incondicionales de ello aunque reprobaran el proceder de quienes lo encarnaran. Por eso no me fío enteramente de casi nadie, tan extendido está el sentimiento que da lugar a esa frase. Y si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, verán también, bajo este prisma, de cuán poquísimos se podrán fiar.

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Un grano de trigo (Almudena Grandes)

ALMUDENA GRANDES ESCALERA INTERIOR
Un grano de trigo

ALMUDENA GRANDES 07/06/2009

los libros recién hechos huelen bien, a primavera. La primavera huele a libros nuevos, esa fragancia inefable para la que no existen adjetivos ni sinónimos posibles, el olor que desprenden las flamantes cubiertas plastificadas, la intacta tirantez de los lomos adolescentes, tersos aún, sin una arruga. Los libros viejos, esos que posan sobre la piel una pátina tenaz, amarillenta, huelen igual de bien, pero su aroma es diferente. Los libros leídos huelen a vidas ajenas, misteriosas vidas de desconocidos, hombres de piel áspera, mujeres de uñas pintadas que los sostuvieron entre las manos cuando eran nuevos y olían a primavera, mientras aún desprendían el perfume de los libros recién hechos, papel, tinta y amor. Sobre todo amor.

El amor que inspiran los libros es una pasión compleja, tan difícil de explicar como la vida, a la que nutren y de la que se alimentan. El amor que reúne a un autor y a un lector alrededor de un diseño inmejorable, ese objeto tan simple y tan perfecto, tan barato, tan versátil, tan fácil de utilizar y reutilizar tantas veces, ligero, pequeño, fácil de transportar y rigurosamente dócil a la voluntad de su dueño, porque no necesita pilas, ni enchufes, porque nunca se cuelga, ni necesita actualizaciones, porque, más allá de la educación primaria, no requiere preparación alguna, y puede usarse igual debajo de la tierra y a nueve mil pies de altura –¿cómo pueden soportar los vuelos transoceánicos las personas que no leen?–, es de esos amores que le cambian la vida a cualquiera. Por eso es justo que la primavera ame los libros, que los libros se enamoren de la primavera.

Escribir un libro es inventar una isla desierta y desear apasionadamente un naufragio. Cada libro que se publica es un punto nuevo, una mota negra, redonda y diminuta, en el inabarcable azul del conocimiento, del pensamiento humano. Cada autor lo ha creado con sus playas y sus volcanes, sus ensenadas y sus peligros, sus selvas, sus desiertos. Y ha previsto que sea habitable, ha llenado sus mares de pesca y sus bosques de caza, ha escondido entre sus rocas estratégicos manantiales de agua potable, ha fecundado a conciencia sus llanuras para sembrar frutales y cocoteros, y se ha elevado a la altura de Dios, aunque haya tardado mucho más de seis días en crear todo esto y comprobar que es bueno. Después, irremediablemente humano otra vez, se ha limitado a cruzar los dedos para desear con todas sus fuerzas que un barco se hunda cerca de sus orillas, que al menos un hombre, una mujer superviviente, se deje salvar por las olas para recobrar la consciencia tumbado en la arena. A partir de ahí, todo el poder es del náufrago. De su voluntad depende que esa isla deje de estar desierta, que crezca, que se expanda, que se consolide como un continente fecundo y poderoso, o que esa mota negra, abandonada al azar de los mapas, pierda su forma, destiña su color, encoja de tamaño hasta convertirse en una sombra parda, después gris, un recuerdo borroso, frágil, polvoriento, por fin nada.

Claro que Robinson Crusoe me cambió la vida. ¿A usted no? No sabe la envidia que me da, porque eso significa que todavía podrá leerlo por primera vez. Que todavía podrá experimentar la emoción suprema de ese instante en el que Robinson sale de su cabaña, mira al suelo como todos los días, y ve en él una plantita verde, tierna, que le resulta conocida, porque es trigo, un grano de trigo que ha llegado hasta allí no se sabe bien cómo, porque él buscó afanosamente el grano que transportaba su barco sin encontrarlo jamás, y sin embargo, una sola semilla debió quedarse pegada en una tabla, en una caja, en el fondo de un saco, para desprenderse a tiempo, para caer en la tierra y recibir el agua de la lluvia, el calor del sol, hasta germinar a escondidas. ¡Oh, qué trampa sublime, oh, qué majestuoso artificio, oh, qué gloriosa osadía, oh, qué maravillosa rueda de molino, de esas que, al tragarlas, alimentan más que el pan! ¡Cuántos granos de trigo nos están esperando en todos esos libros que nos quedan por leer!

Si sale a la calle, si se deja guiar por la voluntad del sol en las mañanas lentas, perezosas, de esta primavera con prisas de verano, encontrará más de los que sea capaz de llevarse a casa en media docena de bolsas de plástico. Es posible que ahora mismo le estén llamando, que estén gritando su nombre, hasta sus apellidos, porque aunque usted no se lo crea, ya le conocen. Vaya a su encuentro, no lo dude. Mírelos, tóquelos, respírelos, sucumba a la borrachera de tinta que se desparrama desde el borde de todas las casetas de todas las ferias abiertas en casi todas las ciudades de España, y aspire su perfume. Porque los libros recién hechos huelen bien todo el año, pero cuando su olor se mezcla con el de la primavera, fabrican un aroma muy parecido al perfume de la felicidad.

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La hormiga obrera, De niño hiperactivo a estrella de la televisión. La vida al límite de Pablo Motos. Por Juan José Millás

ENTREVISTA: VIDAS AL LÍMITE
Pablo Motos, la hormiga obrera

JUAN JOSÉ MILLÁS 07/06/2009

"Por las mañanas era el director de Radio Requena, y por las tardes, limpiacristales. Había días en los que estaba triste y la gente no sabía por qué: era porque estaba lloviendo y los cristales se ensuciaban más. Allí descubrí el humor. Cuando dejé de tomármelo en serio, se alivió el sentimiento de humillación". Pablo Motos, recientemente galardonado con el Premio Rose D'Ors, uno de los más prestigiosos de la televisión internacional, demuestra su talento para el monólogo contando aquí su propia vida. Desde el trabajo en radios locales hasta el espectáculo familiar de 'El hormiguero', a diario en Cuatro. Del niño hiperactivo al triunfador. No deja de tener los pies en la tierra, pero reconoce que se siente en una burbuja.

Pedí a Pablo Motos que me contara su vida y el resultado fue estremecedor.

-Yo -dijo- era un niño hiperactivo sin diagnosticar. Me pasaba la vida intentando hacer algo malo, romper algo. Una vez destripé dos teles, dos aparatos de radio y el de música para sacarles los altavoces, que después uní con un cable. Quería ver qué pasaba al enchufarlos todos a la vez, y resulta que sonaron 30 o 40 segundos antes de reventar. Pasado el tiempo, llegó un momento en el que todos mis amigos tenían tele en color, de modo que entré en el salón de mi casa y le dije a mi padre que necesitábamos una tele en color. Ésta va bien, dijo él señalando la de blanco y negro. Entonces la tiré al suelo y la rompí. Me pegaron, pero tuvieron que comprar una, y la compraron en color, claro. Que te pegaran resultaba doloroso, pero duraba poco en proporción a lo que conseguías, valía la pena. Para castigarme me encerraban también en un cuarto trastero que acabó siendo para mí como un segundo hogar. Me pasaba tardes enteras allí, a oscuras, porque no había luz, y me gustaba porque inventaba historias. Había en aquel cuarto una bici vieja en la que me montaba y pedaleaba durante horas hacia atrás, imaginando que iba por el campo y que elegía lugares para hacerme una casa, todo al tacto, claro, porque no se veía nada. Mis padres no tenían dinero. Un día, con gran esfuerzo, empapelaron la casa y dijeron que esa noche no se cenaba más que un bocadillo de una salchicha. Yo no lo quería, de modo que saqué la salchicha y la aplasté bien aplastada contra la pared recién empapelada. Lo más que me pegaban era 30 segundos. Poco a poco empecé a entrar en un mundo muy complicado, lo que se traduce en que comencé a delinquir. Entrábamos en las casas y robábamos cosas que luego vendíamos por ahí. Un día, en una persecución policial murió el Tani, un amigo, fue un día dramático. Pensé en mis amigos y me di cuenta de que los que no estaban en la cárcel estaban muertos, y me lo empecé a pensar. De todos modos, lo que a mí me centró fue que me compraron una guitarra. Para aprender a tocar iba a la peluquería de un gitano al que teníamos por un semidiós porque había tocado una vez con Manolo Escobar. Entre corte de pelo y corte de pelo me enseñaba cosas. Había allí una chica, hija suya, de la que estaba enamorado. Yo llegaba del colegio a la una y ése era el momento más importante del día porque la Mari atravesaba la pelu a esa hora y me sonreía o no me sonreía, y de esto dependía cómo era el resto del día. Los domingos me incorporaba a las juergas flamencas del peluquero y sus amigos. Podíamos estar tocando la guitarra 12 horas seguidas o más. Nos dábamos supergén en las uñas, porque si no saltaban enteras, de arriba abajo. Nos poníamos en cada uña un pegote de supergén para que aguantaran y luego lo recortábamos para darle forma. Durante aquellas horas en las que tocábamos y tocábamos sin parar, yo miraba a la Mari. Un día grabé una cinta de 120 minutos, 60 por cada lado, diciendo "quiero a la Mari, quiero a la Mari, quiero a la Mari...". Nunca me atreví a darle un beso, aunque un día le dije que me gustaba y me despreció y dejó de atravesar la peluquería a la una durante un tiempo. Iba al cole con poco provecho. Aprendí mucho, en cambio, de los gitanos. Hay una actitud de los gitanos frente a la vida, que ellos llaman "ser flamenco", que fue muy importante en mi formación. Casi sin darme cuenta me convertí en un virtuoso de la guitarra y empecé a enseñar a otros. Un día se me presentó un pijo que quería que le diera clases. Era hijo de un médico ilustre de la zona de Requena (Valencia), donde vivíamos. Aquello me cambió. Me di cuenta de que quería ser como él, de que quería tener sus Levi's, su equipo de música, de que quería llevar su vida. Y me lo dije así, con estas palabras: "Yo quiero ser un pijo". Hice un cambio increíble en mi vida, pasando de ser un delincuente a un tío que daba clases de guitarra y que actuaba de disc jockey en la discoteca de Requena. Me convertí en un profesor de prestigio. La nuclear de Cofrentes, que estaba allí al lado, hizo ricos a todos, cambió radicalmente el pueblo, y la demanda de clases era cada vez mayor. Me contrataron para dar clases en la Escuela Americana, adonde acudía gente de todo el mundo. Me convertí en un señor respetable y vi que eso me gustaba mucho. Un día, para promocionar la discoteca, hicimos una hora de radio en la emisora del pueblo, Radio Requena. Ése fue mi primer contacto con la radio y me enamoró, la radio me enamoró. Conseguí que me dejaran hacer una hora de radio a la semana e intenté hacerlo bien. Yo había hecho formación profesional en la rama de electricidad, pero de mala manera, de forma que mi incultura era patente. De repente, descubrí a los mejores de la radio, a Iñaki Gabilondo y a Luis del Olmo. Escuchándoles comprendí lo que significaba no haber estudiado. Entonces cogí un diccionario y empecé a leerlo desde el principio, aprendiéndome todas las palabras y su significado por orden alfabético, porque quería hablar con la propiedad con la que hablaban Iñaki y Luis. Llevaba un año en este plan cuando alguien me regaló un diccionario de sinónimos y antónimos que me deslumbró. Me parecía increíble la posibilidad de decir las cosas de cuatro o cinco formas distintas. Honradez, decencia, honestidad, integridad, rectitud, probidad... Con el tiempo me hicieron director de Radio Requena, lo que significaba que era el comercial, el que hacía el programa de la mañana, el que barría las oficinas y el que pagaba a los empleados. Tenía entonces 18 o 19 años. En Radio Requena conseguí muchas cosas: que todos los equipos fueran de buena calidad, por ejemplo, y que todo el mundo cobrara a fin de mes, porque yo era un buen comercial y captaba anunciantes, de modo que enseguida empezó a entrar dinero en la emisora. Y en ese momento, cuando estaba en la cumbre, va mi padre y dice que aquél no era un trabajo serio porque no tenía seguridad social. Te voy a dar yo uno de verdad, dijo, y me metió de limpiacristales en el hospital en el que él trabajaba de cocinero. Así que por las mañanas era el director de Radio Requena, y por la tardes, limpiacristales. Por la mañana vivía el éxito vestido con traje y corbata, y por la tarde, el fracaso con un mono azul. A veces, por la tarde me encontraba con clientes de la radio a los que había atendido durante la mañana en mi despacho, y me moría de vergüenza. Había días en los que por la mañana estaba triste y la gente no sabía por qué: era porque estaba lloviendo y los cristales se ensuciaban más y yo estaba más expuesto a las miradas de los otros. Tenía que hacer dos plantas diarias. Limpiaba las puertas de la entrada a toda velocidad para que no me vieran. Allí descubrí el humor. Cuando dejé de tomármelo en serio, se alivió el sentimiento de humillación. En éstas, un día me llaman de Radio Nacional de Utiel ofreciéndome Seguridad Social y más dinero, de modo que dejé Radio Requena. Se me llenaba la boca diciendo que trabajaba en Radio Nacional de Utiel. Pero allí fue donde me dije que nunca más volvería a moverme sólo por dinero. Yo estaba muy unido sentimentalmente a la gente de Radio Requena y me di cuenta de que en Radio Utiel no me querían a mí, sino mi cartera de anunciantes. Lo cierto es que empezaban a salirme muy bien los programas de radio y todo el mundo me decía que tenía que irme a Valencia. Así que grabé unas cintas con idea de llevarlas a todas las emisoras de Valencia. Empecé por Onda Cero, donde me recibió una de las personas más importantes de mi vida: Alo Montesinos, que era el director. Pasé en aquella entrevista tanto miedo, que cuando salí decidí que no iba a ninguna emisora más, ni a la SER ni a la Cope, que estaban en la lista de las que había pensado visitar. Al poco, sin embargo, Alo me llamó y me preguntó si me iría a Onda Cero cobrando la mitad de lo que ganaba en Radio Utiel. Le dije que sí y me fui a Valencia, donde enseguida empezaron a llamarme "el de la manta", porque me quedaba en la emisora por la noche, estudiando, ten en cuenta que yo no sabía nada, ni siquiera quién era quién, y tenía que fingir todo el rato que sabía más de lo que sabía. A eso de las cinco de la madrugada dormía en la manta unas horas, luego hacía el programa de la mañana, me iba a casa, me duchaba y volvía... Pero no sé, tú verás. Si voy deprisa o me enrollo en asuntos que no interesan, me lo dices.

Le digo que es todo muy interesante, pero que quizá convendría ir resumiendo, porque es para una revista, no para un libro. Y el resumen es que a partir de ahí todo es una sucesión de éxitos: empezó a colaborar con Julia Otero, que hacía entonces el programa estrella de la radio de tarde (Las tardes de Julia), y triunfó. Luego saltó a Madrid para hacer El Club de la Comedia para Canal + y triunfó. Le encargaron sacar adelante La noche de Fuentes y triunfó. Puso en marcha cinco obras de teatro y triunfó... Y en ese momento, cuando se encontraba en pleno triunfo personal, ganando más dinero del que había soñado nunca y siendo más famoso de lo que había sido capaz de imaginar en el cuarto oscuro, sobre la bicicleta vieja, se dio cuenta de que no era feliz y regresó a la radio. Por aquella época, Gomaespuma abandonaba el programa mítico que hacía en M-80, y la SER ofreció a Motos cubrir el hueco; allí se fue y triunfó con No somos nadie. En la radio formó el núcleo duro de guionistas y colaboradores que luego se llevaría a Cuatro a El hormiguero y con los que trabaja actualmente: Juan y Damián, que interpretan a Trancas y Barrancas; Juan Herrera, un hombre maduro, de talento extraño, que reúne los saberes más raros y marginales que quepa imaginar; Marron, el tipo desgarbado de El efecto mariposa; Raquel, con la que interpreta la sección Se va a liar parda. A ellos se incorporarían también los magos Luis Piedrahíta y Jandro, o Flipy, el científico loco, además de El hombre de negro, del que sólo sabemos que va de negro. También está Laura, claro, su mujer, que lo acompaña desde los tiempos de Valencia, actuando en ocasiones como productora y a veces como compañera de micrófono, pero también como guionista y coordinadora de guionistas. De Laura dice que le ha salvado la vida porque él es muy dado a los excesos y ella tiende a ponerle límites.

-Laura -añade- es mejor persona que yo, más tranquila que yo, más sensata, y me ha salvado la vida varias veces. Mira, la primera vez que hice dinero de verdad fue gracias a las campañas de publicidad de un tío que fabricaba chicles adelgazantes. Pasé de ganar 80.000 pesetas a ganar 2 millones. Pero el tío me estafó y desapareció dejándome en la ruina. Pasé de vivir como un rey a deber 30 millones a la emisora de radio. Como me había robado el futuro, decidí buscarlo y matarlo. La filosofía de este tío era cómprate un ático para mirar a la gente desde arriba, y un buen reloj, que es el signo del éxito. Yo sabía que vivía en Barcelona, en un ático del paseo de Gracia, y había pensado arrojarlo a la calle desde allí. Pero Laura me salvó de hacer aquel disparate. Recuerdo que me quedaban en el banco 200.000 pesetas y que me gasté 170.000 en un Cartier. Ahora, cada vez que miro el reloj, me acuerdo de lo fácil que es arruinarse en unas horas, me acuerdo también de dónde vengo cada vez que miro la hora; así que cuando me va bien, me regalo un reloj.

-¿Y qué pasó con los 30 millones?

-Correspondían a publicidad contratada; la emisora me perdonó 10, y el resto lo fui pagando poco a poco.

Pablo Motos es un hombre menudo y atlético. Su brazo, al tacto, parece un trenzado de cables de acero. Sin embargo, hubo una época de su vida en la que sólo era menudo. Quizá una de las cosas que imaginaba mientras pedaleaba hacia atrás en la bicicleta del cuarto oscuro era convertirse en atleta. De ser así, también ese sueño se ha cumplido, pues al poco de que comenzara a hacer El hormiguero, Men's Health, una conocida revista dedicada al cuidado masculino, le propuso someterse a un programa de alimentación y ejercicio físico con el que le aseguraron que su cuerpo cambiaría radicalmente en cuatro meses. Motos aceptó el reto y a los cuatro meses fue portada de la revista: tan espectacular había sido la transformación. Durante ese tiempo modificó sus hábitos. Dejó de comer hidratos por la noche y comenzó a tomar proteínas.

-Empecé también a beber agua -añade-, dos litros al día, y de repente mi vida entera desapareció y apareció una nueva, con sus cosas malas, que también las tiene, porque cuando te metes en esto nadie te dice, por ejemplo, que vas a estar con agujetas no un día ni dos, sino semanas enteras. ¿Recuerdas cuando en la adolescencia te dolía el cuerpo y tu madre te decía que era el "estirón"? Pues es más o menos así. El cuerpo cambia con dolor. El entrenador me decía que disfrutara del sufrimiento porque el sufrimiento era bueno. En los primeros días multiplicas tu fuerza por dos, lo que resulta muy estimulante. La ropa te cae bien, te cae bien todo lo que te pones, y la cabeza te funciona mejor. Yo conseguí, por ejemplo, no gritar en el plató. Cuando un presentador grita en el plató, todo el mundo lo odia. Primera norma: no hay que gritar jamás en el plató. Otro de los peligros de esto es que te atrapa tanto, que te conviertes en un friki del ejercicio físico y de la alimentación, o sea, que de esto no se sale normal.

Para demostrarme que de esto no se sale normal, Motos me lleva al despacho que tiene en una habitación de su casa, abre un armario empotrado y me muestra una colección completa de parafarmacia donde hay proteínas en bote, y cajas y cajas de omega?10, resveratrol, ginseng, melatonina... El resveratrol, me dice, es el antioxidante más fuerte de los conocidos. Veo también complejos vitamínicos y cápsulas para la memoria muy populares, por lo visto, entre la gente del teatro. Mientras yo leo, fascinado, la tapa de los envases, Motos me explica los mecanismos del envejecimiento y el papel que cumplen en él las sirtuinas, unas enzimas muy de moda que regulan los procesos metabólicos. Antes de cerrar las puertas que guardan aquel tesoro, me regala una caja de Ginkgo Biloba y otra de Berocca, las dos para la memoria, además de un par de botes de melatonina, la famosa hormona del sueño.

Un día en la compañía de Pablo Motos equivale a una semana en la de una persona normal. Se levanta al límite, desayuna al límite, entrena al límite, vive las reuniones de El hormiguero al límite, se concentra una hora antes de empezar el programa al límite, se angustia antes de salir a escena al límite, y desea hasta la locura que se vaya la luz en toda España para que nadie vea ese día la televisión. Pero la luz no se va, y aparece una noche y otra en directo y hace, al límite, el mejor programa de entretenimiento familiar de la parrilla. Por la noche vuelve a casa al límite y se acuesta al límite y duerme al límite y sueña al límite.

También cuida a su gente al límite.

-Es muy fácil hacer daño a un guionista -dice-, un "no" a una idea es un puñetazo a la autoestima. Hay que saber gestionar el "no", y uno de los modos de hacerlo es exponerse, yo me expongo como ellos. A mí me molesta mucho la gente que dice "no", y resulta que en este equipo me ha tocado a mí hacer ese trabajo. Pero si me dicen que no es posible un proyecto de iluminación, yo lo llevo a cabo, si me dicen que el sonido no se puede mezclar mejor, yo demuestro que sí. En cuanto a las ideas, hay que observarlas desde fuera. Hay una cosa que llamamos "chistes de guionistas", que son aquellas historias con las que ellos se mueren de risa, pero cuya gracia está ligada sólo a ese momento. Si no distingues un chiste de guionista de una buena idea, estás perdido. Con las ideas malas también has de llevar cuidado. A lo mejor una idea que no está bien del todo acaba saliendo a base de darle vueltas.

-¿Qué pasa cuando un guionista atraviesa una racha de sequía?

-Cuando un guionista está en baja forma, se le deja en paz, cero presión. Si le aprietas, no se le ocurre una idea buena en un mes. Todos pasamos por esas etapas. Lo bueno de mi equipo es que cuando hay alguien en esa situación no se nota porque el resto del equipo lo suple. Y aquí no se le grita a nadie, no se discute nada de malas maneras.

-Cuando te dan una buena idea, ¿preguntas de quién es?

-No, no lo pregunto porque no sabemos a quién pertenece. A lo mejor alguien ha tenido una idea mala que ha evolucionado a una idea buena. Para que veas la importancia que le doy al trabajo de equipo, cada día, en los créditos, sale un guionista como número uno del equipo, y van rotando.

-En cuanto a la fama...

-La fama... Si un sábado sales de compras, al volver a casa te has hecho cien fotos con la gente. Si en vez de mirar lo incómodo que es piensas que le has arreglado el día a alguien, cuesta menos. Me gusta ver el rostro de la gente enganchada a El hormiguero y hacerles felices con un autógrafo para sus hijos. También es cierto que al final acabas saliendo menos de casa. La fama sirve para que te hagan la vida más fácil que a los demás. Si vas a un hospital y no hay camas, al cuarto de hora hay camas. Tuve un problema con el ADSL y me lo arreglaron en dos días. Te ven en turista en un avión y te pasan a primera. En una discoteca, en Valencia, me puse a la cola, y los que estaban delante de mí me dijeron que qué era eso de hacer cola y me obligaron a pasar el primero. La tele te da la oportunidad, si eres feo, de convertirte no en una persona guapa, pero sí atractiva. Se te acercan las mujeres más despampanantes con cara de admiración. Pero es todo un espejismo. Tengo, día a día y minuto a minuto, la conciencia de que todo esto es un espejismo. Se trata de una etapa que viviré y luego regresaré a la normalidad.

-¿Qué es la normalidad?

-La normalidad es la radio.

Motos es asmático, así que de vez en cuando saca el Ventolín del bolsillo y se aplica una ración de broncodilatador. También utiliza con frecuencia un inhalador nasal. Acaba dando la impresión de que tiene que ganarse el oxígeno con un esfuerzo suplementario, como si respirara al límite también.

-Un día -me cuenta-, al mes de comenzar el programa de M-80, por puro estrés, supongo, estaba en casa y comencé a respirar mal. Cada vez que respiraba cogía menos aire. Supe que me iba a morir. Entonces entró Laura por casualidad en la habitación y yo le dije con un hilo de voz: "Hospital". Disponía del oxígeno justo para pronunciar esa palabra, si hubiera tenido que pronunciar dos, me habría muerto. Me metió en el ascensor, cogimos un taxi que apareció milagrosamente a la puerta de casa y entré en urgencias, donde me dieron un pinchazo de Urbasón en el pecho. Me pusieron también oxígeno y me dejaron en una sala donde había un señor en una silla de ruedas mirándome. Como no notaba ninguna mejoría, dije: ¡Hostias, qué muerte más absurda! Y entonces, de repente, entró una bocanada de oxígeno y comprendí que el oxígeno era la hostia. No sabes lo que es darte cuenta de lo puta madre que es respirar.

-¿La audiencia es oxígeno?

-Una audiencia baja es como quedarse sin oxígeno. Te quedas sin energías. Como si te hubieran puesto encima un peso de 80 kilos. El éxito da unas energías sin límite, un sentimiento de levitación increíble.

Motos dice que se deprime los fines de semana, pero no hay que creerle porque al poco te cuenta que las mejores ideas se le ocurren los domingos por la mañana.

-¿Cómo es tener una idea?

-Como quedarse embarazado. Al principio no sabes si es buena o no. Pero cuando aparece una idea, yo sólo vivo para ella, sólo hablo de ella, dedico todo mi tiempo a ella. Y al final se convierte en una realidad.

Al despedirme, después de una jornada agotadora y feliz, tuve la impresión de que Pablo Motos no se había bajado de aquella bicicleta del cuarto oscuro de su casa y en la que pedaleaba al revés (y al límite) imaginando que pasaba por lugares donde le saludaban mujeres hermosas y le pedían autógrafos, donde era un atleta, donde se hacía casas grandes y luminosas, donde tenía su propia productora de televisión... Lleva cuidado con lo que deseas en la juventud, porque lo tendrás en la edad madura.

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